Por Araceli Bellota, en El presente de la historia. Tras la desaparición de Santiago Maldonado el pasado 1 de agosto, luego de la represión ejercida por la Gendarmería dependiente del ministerio de Seguridad de la Nación, varios funcionarios y también medios de comunicación afines al gobierno calificaron de terrorista al grupo de Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) que es el que reclama en el sur por la propiedad de la tierra ocupada hoy por el grupo italiano Benetton, respaldado por documentación legal pero no legítima. Desde entonces, floreció el odio a los pueblos originarios que también son reprimidos en Jujuy, Formosa y Mendoza.
Para entender de dónde viene ese odio, seguiremos a Domingo F. Sarmiento en una serie de artículos que publicó en 1879, cuando el ministro de Guerra Julio A. Roca encabezaba la llamada Campaña del Desierto, oxímoron si lo hay porque si entonces había un desierto no era necesaria ninguna campaña.
El 2 de noviembre de 1879, Sarmiento escribió en el diario El Nacional: “Hace un año, a que los salvajes sienten pesar sobre ellos las armas de nuestros valientes soldados; y el desierto no es ya un refugio adonde puedan en adelante sustraerse a su alcanza. Nuestros soldados se baten en una extensión de trescientas leguas, y a una victoria sobre Pincen, Catriel o Namuncurá, responde otra sobre Baigorria o los Ranqueles. No son ya nuestras fronteras las que se defienden, sino los toldos los que son desbaratados en los puntos lejanos del desierto, y traídas las chusmas a incorporarse en las poblaciones cristianas”.
Después agregó: “Los salvajes aterrorizados por esta serie de golpes que han recibido, forzados a abandonar por inseguros sus antiguos toldos, tienen que agregar a las pérdidas reales experimentadas, las que produce la desmoralización y el cambio de morada. En medio del desierto, alrededor de lagunas en campos dotados de pastos o de cacería, el salvaje se constituye una patria que ama, como el groenlandés ama sus hielos y sus focas. Abandonarla por insegura, es para ellos, como no lo es para nosotros por la comunidad de los pueblos civilizados, la mayor de las desgracias; y el quebranto de la destrucción de sus toldos, el alejamiento de sus antiguas guaridas no lo reponen en las nuevas, en largos años”.
Dos semanas después, el 18 de noviembre, bajo el título “Los Ranqueles y los Rumies”, Sarmiento sostuvo este argumento que justificaba cualquier salvajada en contra de los pobladores originarios: “Los salvajes no están bajo el palio del derecho de la guerra, precisamente porque ellos no lo reconocen ni respetan. Se les trata de ordinario, con la indulgencia que merece el hombre en estado de naturaleza. Puede tratárseles con el último rigor, cuando sea necesario infundirles terror, para contenerlos en sus propósitos salvajes. De los ranqueles, diremos a los filántropos, que habiendo el Gobierno mandado un sacerdote a vivir con ellos y estudiar el medio posible de traerlos a mejores costumbres, el sacerdote de regreso, informó de palabra, no creyendo compatible con su ministerio hacerlo de otro modo, que se había convencido, al ver el estado de depravación moral a que habían llegado, que lo único posible era quitarles los niños!…”.
Una semana más tarde, el 25 de noviembre, Sarmiento profundizó esta idea que un siglo después tomó la dictadura cívico-militar de 1976 que, con el mismo criterio, justificó el robo de bebés a las detenidas desaparecidas: “No más raciones a los indios, y disolución de las diezmadas tribus, como se está haciendo, internándolos y distribuyendo a las mujeres y niños en las familias. Este sistema ha sido desde tiempo inmemorial seguido por los colonizadores; y sus efectos son la población de nuestras ciudades y campos, y cuyos habitantes conservan aún el color trigueño de la raza de su origen”.
“Por pequeña que sea una tribu —continuó— desde que está reunida, conserva y guarda sus tradiciones y su lengua. La escuela, los oficios, son imposibles, en esa aglomeración de salvajes hostiles a la sociedad basada en el trabajo. La ración ha de continuar, como carga sobre el Gobierno; ración improductiva de todo resultado. Los indios son unos pensionistas holgazanes.
Al justificar la separación de los niños de sus madres, sostuvo: “Mucho puede sugerir el sentimiento de humanidad en favor de los indios. Pocas han de ser las madres que traigan consigo pequeñuelos, que deben acompañarlas siempre; pero dejarles los niños de diez años para arriba, por temor de que sufran con la separación, es perpetuar la barbarie, ignorancia e ineptitud del niño, condenándolo a recibir las lecciones morales y religiosas de la mujer salvaje. Hay caridad en alejarlos cuanto antes de esa infección”.
Finalmente, aseguró que “los niños distribuidos en las familias viven felices, porque el tratamiento que reciben, la educación en las prácticas civilizadas que les dan las cosas y las personas, los hacen confundirse bien pronto con los demás niños. Las madres salvajes no tienen alguna autoridad alguna sobre sus hijos, que desde ocho años pertenecen más bien a la tribu que a la madre, ni al padre, que poco caso hace de ellos. De ahí viene la lentitud en aumentarse las poblaciones salvajes. Mueren muchos niños, por insuficiente alimentación, por exceso de fatigas en las marchas, por vivir librados a sí mismos en los alrededores de las tolderías. Cualquier situación que se les haga en el campo o en el servicio doméstico entre cristianos, es preferible a la vida que llevan al lado de sus padres”.
“Que no hayan raciones, ni aduares de indios. Que cada uno dependa de sí mismo trabajando”, concluye Sarmiento como un adelantado de la teoría del “choriplanerismo” en el siglo XIX.
Fuente: Sarmiento, Domingo F. Obras Completas. Tomo XLI. Universidad Nacional de La Matanza. Bs. As. 2001