Por Araceli Bellotta, en El presente de la historia. Ante algunas actitudes de desprecio por el color de la piel o la condición social de buena parte de la población, solemos preguntarnos ¿de dónde viene semejante xenofobia? ¿Por qué ciertos sectores suelen asociar el color oscuro de la piel con el exceso de alcohol o directamente con la vagancia y el rechazo al trabajo, considerando que son pobres por su propia culpa? Retrocedamos hasta el Congreso de Tucumán que declaró la Independencia Nacional hace 201 años atrás.
El 6 de julio de 1816, tres días antes de que el Congreso reunido en Tucumán declarara la Independencia, los diputados convocaron a Manuel Belgrano para celebrar una sesión secreta en la que el General planteó la conveniencia de instaurar una monarquía constitucional conducida por un rey Inca. Esta propuesta no suele ser explicada en la enseñanza escolar y cuando se la menciona aparece como una suerte de “delirio” que, sin embargo, tenía un sólido fundamento que marcó desde el comienzo la división entre los revolucionarios.
¿Quién era el Inca al que Belgrano quería entronizar? Juan Bautista Túpac Amaru, el hermano menor de Juan Gabriel Condorcanqui —más conocido como Túpac Amaru II—, quien fue asesinado junto a toda su familia en 1781 luego de encabezar la mayor rebelión en contra de los españoles desde la llegada de Colón a América. La insurrección, a la que se plegaron también los Mocovíes, Pampas y Chiriguanos, convocó a 100 mil personas a lo largo de 1.500 kilómetros, desde el Perú hasta las actuales provincias argentinas de Tucumán y Salta. El terror de los realistas llegó hasta Buenos Aires, donde el fiscal del Virreinato, doctor Pacheco, lanzó una proclama en contra del levantamiento.
Mientras tanto, Túpac Amaru II proclamó la Independencia y la abolición de la esclavitud, de la encomienda y de la servidumbre de los indios, al tiempo que recorría los obrajes restituyendo la organización social del Ayllú inca, comunidad en la que se distribuía las riquezas y los cultivos. El 18 de mayo de 1781, los españoles lo desalojaron del poder y ordenaron su asesinato y el de toda su familia. Solo se salvó Juan Bautista, pero fue enviado prisionero a Ceuta, una colonia española en el África.
Habían pasado 25 años desde entonces y en 1816, en Tucumán, una de las provincias antes sublevadas, era razonable que se recordara aquel antecedente de Independencia más que las jornadas de Mayo de 1810. Los generales José de San Martín y Martín Miguel de Güemes apoyaron la propuesta de Belgrano que contó, además, con la aprobación del Congreso por aclamación, aunque por mayoría simple y no por los dos tercios de los votos como era necesario.
Muchos años después, en 1846, Tomás Manuel de Anchorena —diputado al Congreso por Buenos Aires— le contó en una carta a Juan Manuel de Rosas la reacción de los representantes porteños: “Nos quedamos atónitos por lo ridículo y extravagante de la idea, pero viendo que el general insistía en ella, sin embargo de varias observaciones que se le hicieron de pronto, aunque con medida, porque vimos brillar el contento de los diputados cuicos del Alto Perú, en los de su país asistentes a la barra y también en otros representantes de las provincias, tuvimos por entonces que callar y disimular el sumo desprecio con que mirábamos tal pensamiento, quedando al mismo tiempo admirados de que hubiese salido de boca del general Belgrano”.
Anchorena olvidaba —o no sabía— que cuando Colón llegó a América, la civilización de los Incas era superior en organización política, social y económica a la que trajeron los españoles de Europa.
Cabe aclarar que la expresión “cuico” proviene de “cuica”, que en quechua significa “lombriz, escurridizo, algo que se arrastra”. Así definía Anchorena a los miembros de las etnias Kolla y Aymara.
“El resultado de esto —continuó Anchorena— fue que al instante se entusiasmó la cuicada y una multitud considerable de provincianos congresales y no congresales. Pero con tal calor, que los diputados de Buenos Aires tuvimos que manifestarnos tocados de igual entusiasmo por evitar una dislocación general en toda la República”. Después aclara que a él no le molestaba instaurar una monarquía constitucional sino que se eligiera a un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona si existía, «probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería para colocarla en el elevado trono de un monarca”.
Es que Belgrano, además de proponer a un “cuico”, como llamaban en forma despectiva a los pobladores originarios, sostenía que la capital de la nueva nación tenía que ser el Cuzco. Los porteños no pudieron tolerar la pérdida del centro del poder. En este sentido, con su propuesta leía la realidad: en 1816, Buenos Aires tenía apenas 60 mil habitantes, mientras que desde Córdoba hasta Lima vivían 2 millones y medio de habitantes, americanos en su mayoría indígenas.
Cuando el 9 de julio de 1816 el Congreso proclamó la Independencia, lo hizo en nombre de las “Provincias Unidas de Sud América”, no solo por las que pertenecían al “Río de la Plata”, y tanta importancia le dio a la participación de los pueblos originarios que ordenó imprimir copias del Acta en español, en quechua y en aymara.
Un año después, en 1817, la presión de los porteños dio sus frutos y el Congreso se trasladó de Tucumán a Buenos Aires. Pese a que la postura de Belgrano había sido vencida y varios de los diputados que lo acompañaron fueron reemplazados, en 1818 ese mismo Congreso oficializó la bandera nacional y le agregó el símbolo del sol inca en medio de sus franjas.
En 1822, Juan Bautista Túpac Amaru, el rey inca que no fue, estuvo en Buenos Aires. Tenía 80 años y por pedido del gobierno escribió El dilatado cautiverio bajo el gobierno español de Juan Bautista Túpac Amaru, quinto nieto del último emperador del Perú. Murió en 1827 y fue sepultado en el cementerio de la Recoleta, en una tumba sin nombre ni identificación.
En el Congreso de Tucumán se plantearon las dos concepciones de revolución en pugna. La de quienes se proponían romper los lazos coloniales con España y ser independientes para asociarse con Inglaterra, y la de quienes querían eliminar todas las formas de explotación, incluida la encomienda, los obrajes, la esclavitud y también el dominio colonial. Unos pensaban en términos económicos, los otros soñaban con modificar también la estructura social. A los primeros les bastaba con el Río de la Plata. Los segundos iban por todo el continente.
Uno de los mayores opositores a Belgrano y su concepción continental fue Bernardino Rivadavia, partidario de una alianza económica con los británicos. Cuando llegó a la presidencia de la República, en 1826, ordenó que el 9 de Julio se conmemorara junto con el 25 de Mayo porque consideraba que tanto feriado perjudicaba al comercio y a la industria. Juan Manuel de Rosas lo restituyó en 1835.
Fuentes:
Galasso, Norberto. Seamos Libres… Editorial Colihue. Bs. As. 2000.
Lewin, Boleslao. La rebelión de Túpac Amaru y los orígenes de la Independencia de Hispanoamérica. SELA. Bs. As. 1967.