Por El Submarino. El pedido de juicio político contra el jefe de los fiscales penales, Sergio Lello, detonó una bomba que era conocida por muy pocos. El escándalo, finalmente, dejó al desnudo y tiró abajo la arquitectura de paz y orden social cimentada a fuerza de autoritarismo desde 2016 por Gerardo Morales y construida con la colaboración inestimable de Lello. Una década que fue ganada para algunos pero perdida para la mayoría del pueblo, que soportó estoicamente la caída del poder adquisitivo, y el hostigamiento y la persecución a opositores.
El miércoles fue el día D. El superfiscal debía renunciar o exponerse al escarnio de terminar enjuiciado -e incluso preso- por un sinfín de delitos cometidos en el marco de sus funciones, tras la denuncia en su contra que presentaron exfiscales y empleados del Ministerio Público de la Acusación que lo conocieron de cerca -y padecieron- durante años.
A medida que pasaban las horas, fue quedando al descubierto aquello que solo habían advertido algunos sectores o circulaba en conversaciones privadas y en voz baja: los manejos opacos de un poder judicial y político que durante una década se creyó intocable.
Los rumores y chimentos de mesas de café, que a menudo contienen más verdades de las que se supone, quizás empiecen ahora a salir a la luz, para bien de toda la ciudadanía.
El peso de las cuatro páginas de la denuncia contra Lello y su mano derecha, el administrador del MPA Ignacio Pasquini, abre una primera puerta hacia ese camino. Allí se los acusa de quedarse con plata, con elementos decomisados -incluidos vehículos-, de ejercer violencia laboral y otros presuntos delitos, algunos incluso federales, que podrían llevarlos, si tienen suerte, a la cárcel modelo de Chalicán, y si no, al vetusto edificio del barrio Gorriti.
El estallido frustra además las aspiraciones de Lello de integrar la Suprema Corte de Justicia de Jujuy, un cuerpo que viene descascarándose por ausencias, defecciones y maniobras que contribuyen a teñirlo de parcialidad e injusticia.
La gota que derramó el vaso fue que se ventilaran las conversaciones entre la jueza de la Corte Laura Lamas, el obispo César Fernández y el cura Luis Bruno, denunciado por abuso sexual, en las que se planeaba un pago a la mujer víctima del sacerdote para que se llamara a silencio.
Difundidos esos chats, Lello se apuró a asegurar que esas pericias telefónicas, incluidas en el expediente en cuestión, no habían salido de su organismo. Para entonces, todas las miradas apuntaban a las oficinas de la calle Sarmiento.
Los mismos que armaron y fortalecieron el poder de Lello, al punto de ponerlo en un cargo vitalicio sostenido por la nueva Constitución provincial, reformada por Morales en 2023, le soltaron la mano.
Hubo una cumbre con figuras señeras de la política vernácula en la que firmaron la sentencia extrajudicial contra Lello. “Hasta acá llegamos”, le dijeron, y le contaron las costillas.
Así, de creer que tenía a Dios sentado a su derecha, el ultrafiscal vio licuado su poder y pasó de acusador a firmador de su propia dimisión, que de todos modos no limpiará su imagen ni su legajo.
La imagen más contundente del derretimiento tal vez sea la que lo mostró en remera y joguineta, del lado de afuera de la reja del MPA, mientras la policía provincial allanaba sus oficinas.

Más allá de las celebraciones que se escuchan por estas horas, lo cierto es que la renuncia no devuelve la confianza en el sistema. Muy por el contrario: es una confesión tácita de culpabilidad, una retirada “con la cola entre las patas”, como el perro arrepentido del Chavo del 8, para evitar -tardía y vanamente- que las acusaciones sean expuestas ante la opinión pública.
Lo que debería pasar es que, de ahora en más, inicie una etapa en la que la sociedad vea con claridad y transparencia una depuración real y profunda de las instituciones del Estado. Que no quede como un supuesto acto de dignidad, sino como lo que es: el derrumbe de un símbolo de privilegio y decadencia.
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