Por Mariano Quiroga*. El consumo de noticias cambió. Ya no buscamos información: la información nos encuentra. Pero no llega en forma de análisis profundo o crónica detallada. Llega en forma de video viral, clip sensacionalista o audio descontextualizado. El scroll —ese gesto casi automático de deslizar el dedo por la pantalla— se transformó en una especie de ruleta emocional. Y dentro de ese flujo infinito, la guerra se volvió parte del paisaje.
Una bomba en Gaza, un dron sobre Teherán, una explosión en Siria. Todo eso convive, en el mismo feed, con un video de dos jóvenes haciendo un challenge, con una receta de cocina o con una influencer hablando de su rutina de skincare. La guerra no aparece aislada, ni tratada con la gravedad que implica, sino insertada en un mar de contenidos donde pierde peso simbólico y se vuelve otro producto más del algoritmo.
Lo llamo «el scroll de la guerra»: un fenómeno donde los conflictos armados son consumidos de forma incidental, desordenada, sin contexto, sin pausa, sin análisis. Una guerra narrada por el algoritmo, performada por creadores de contenido y digerida sin filtro por una audiencia cada vez más confundida.
En esta nueva realidad mediática, no hay jerarquías entre los contenidos. Una noticia sobre Irán, Israel o Estados Unidos aparece entre videos banales, teorías conspirativas, memes y denuncias ambientales. No sabemos si lo que estamos viendo pasó ayer, hace cinco años o si siquiera es real.
Aturdimiento
Esa simultaneidad genera un estado de aturdimiento cognitivo, donde las imágenes impactan pero no se comprenden. Se pierde la noción de urgencia, de gravedad. La guerra se mezcla con todo lo demás, se diluye, se vuelve espectáculo.
Y en ese espectáculo aparece otro fenómeno: creadores de contenido que se autoproclaman analistas internacionales. Aprovechan el tema del momento para opinar, sin formación, sin contexto, sin fuentes. La lógica del “hablo de todo para tener likes” se impone. Hoy opinan sobre geopolítica, ayer sobre series. ¿Con qué legitimidad? Poco importa, porque el objetivo no es informar sino captar atención.
La irrupción de la Inteligencia Artificial potencia aún más este panorama. Videos generados por IA, voces sintéticas, imágenes manipuladas: todo eso circula como si fuera verdadero. Ya no sabés si lo que ves es una noticia real o una recreación diseñada para viralizar.
Incluso hay gente que recurre a plataformas como ChatGPT para entender lo que está pasando, olvidando que estas herramientas también operan con datos entrenados —datos que provienen, en su mayoría, de medios y fuentes del hemisferio norte, con sus propios sesgos ideológicos y geopolíticos—.
La IA ya no solo está programada para lanzar bombas y misiles ahora también se encarga de lanzar narrativas. Y en un conflicto donde la percepción global es tan importante como el resultado militar, eso ya es muchísimo.
El problema no es solo la sobreinformación, sino la forma en que se presenta. Todo es urgente. Todo es importante. Todo llama la atención. Pero en ese caos, nada se comprende. Vemos una explosión, pero no sabemos qué la provocó. Vemos cadáveres, pero no entendemos el conflicto. Vemos declaraciones, pero no conocemos los actores.
Saturación
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han habla del “infierno de lo igual”. Un espacio donde todo el contenido parece tener el mismo valor. Donde una masacre tiene la misma relevancia que un tutorial de maquillaje. Esa es la lógica que predomina en el scroll de la guerra.
Y mientras tanto, nuestra capacidad de empatizar se ve reducida, no porque seamos insensibles, sino porque estamos saturados. Estamos viendo demasiadas cosas, demasiado rápido. Sin poder procesarlas. Sin tiempo para pensar.
Lo más inquietante es que la guerra ya no nos conmueve. Nos llama la atención, sí. Nos impacta. Pero por unos segundos. Después, seguimos. Un nuevo video. Otro escándalo. Un meme. El siguiente reel. Como si nada.
La guerra se volvió contenido. Un contenido que compite con todos los demás. Que busca retenernos unos segundos más en pantalla. Que se presenta editado, subtitulado, musicalizado. No como una tragedia humana, sino como una pieza atractiva para el algoritmo.
Y en ese consumo constante, dejamos de ser espectadores y nos convertimos en cómplices involuntarios de la banalización. Compartimos videos sin chequear. Opinamos sin contexto. Alimentamos el ciclo de ruido. A veces con buena intención, a veces sin darnos cuenta.
Control del relato
Otro punto clave: las plataformas donde circulan estos contenidos no son neutrales. La gran mayoría pertenecen a empresas radicadas en Estados Unidos. Y Estados Unidos, justamente, suele ser parte activa o indirecta de muchos de estos conflictos. Controla el relato, selecciona qué se muestra, qué se censura, qué se viraliza.
La narrativa no es global, es occidental. Y está marcada por intereses comerciales, políticos y militares. No solo hay guerra en el terreno. También hay guerra por el sentido. Guerra informativa. Guerra de versiones. Guerra de imágenes.
La pregunta que sigue es: ¿quién cuenta la guerra hoy? ¿Un periodista en la zona de conflicto? ¿Un influencer desde su casa? ¿Una IA entrenada por Silicon Valley?
Y más aún: ¿qué guerra estamos viendo? ¿La real? ¿La editada? ¿La que conviene mostrar?
Qué hacer
Frente a este panorama, no alcanza con tener acceso a la información. Necesitamos herramientas para entenderla, interpretarla, contextualizarla. Alfabetismo digital, sí. Pero también alfabetismo emocional. La capacidad de detenernos, reflexionar, filtrar.
Aprender a hacer pausas. A no compartir todo. A cuestionar lo que vemos. A distinguir una noticia de una propaganda. Una imagen real de una editada. Una opinión de un dato.
También necesitamos recuperar la ética del tiempo. No todo debe ser inmediato. No todo se entiende en 15 segundos. Algunas cosas —como la guerra, como la muerte, como el sufrimiento humano— exigen lentitud, profundidad, contexto.
Podemos pensar que todo esto no importa. Que solo estamos mirando. Que no decidimos nada. Pero eso es falso. Cada vez que compartimos, opinamos, viralizamos, elegimos. Formamos parte de un ecosistema de sentido. De una red de información que influye en la opinión pública, en las decisiones políticas, en la legitimidad de una narrativa.
Por eso es urgente asumir que el scroll no es inocente. Que deslizar el dedo también es un acto político. Que mirar sin pensar, sin preguntar, sin verificar, nos vuelve funcionales a un sistema que trivializa el horror.
No se trata de dejar de mirar. Se trata de mirar distinto.
¿Qué hacer frente a esta nueva era?
Lo primero es reconocer el problema. Nombrarlo. Hacerlo visible. Denunciar que la guerra hoy se presenta sin contexto, sin historia, sin humanidad. Decir que la guerra no es un reel, ni una tendencia, ni un tuit viral.
Lo segundo es recuperar el derecho a la duda. A la pausa. A la distancia crítica. Volver a preguntar:
—¿Quién me está mostrando esto?
—¿Por qué lo estoy viendo así?
—¿Qué se me oculta?
—¿A quién le sirve que yo crea esto?
Y lo tercero, quizás lo más importante, es no perder la sensibilidad. No anestesiarnos. No dejar que el horror se vuelva fondo de pantalla. Resistir esa inercia del algoritmo que todo lo aplana. Que todo lo convierte en espectáculo.
Porque si dejamos de conmovernos ante la guerra, no es solo una derrota informativa. Es una derrota humana.
* En Multiviral