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La batalla por Assange

Por Santiago O’Donnell, en Página/12. La batalla por la liberación de Julian Assange es política, cultural y judicial. Empieza con la falsa noción de que Assange robó información sensible perteneciente a los Estados Unidos. La información no se puede robar. Se sabe o no se sabe, se accede a ella o no se accede a ella. La información no tiene dueño.

Los gobiernos y las corporaciones utilizan distintas herramientas legales e informáticas para prevenir que cierta información sea conocida por fuera de un círculo cerrado de personas supuestamente autorizadas a acceder a esa información. Por ejemplo, los gobiernos y corporaciones imponen y utilizan leyes de delitos informáticos, tipificando el acceso no autorizado a cierta información. También utilizan una combinación de firewalls, encriptación, claves secretas, huellas digitales y un largo etcétera para complicar el acceso a sus servidores y plataformas.

Todo esto se hace invocando el derecho a la privacidad. Pero ese derecho tiene un límite, que es nuestro derecho a informar libremente y a estar informados. Ese derecho también tiene carácter legal en las democracias del mundo y en muchos casos, incluyendo Argentina, rango constitucional.

Esta tensión entre el derecho a la privacidad y el derecho a estar informado hasta ahora se ha resuelto castigando a quien obtiene la información de acceso protegido por la ley, pero dejando libre de culpa a quien la publica. Gracias esta protección al periodismo es que se ha podido conocer información de interés público que ciertos gobiernos y corporaciones preferían mantener oculta.

En el caso de Assange, él publicó en Wikileaks información provista por Chelsea Manning, quien fue apresada, juzgada, condenada y subsecuentemente perdonada por haber obtenido dicha información y haberla compartido con Assange para que sea publicada.

Como el gobierno de Estados Unidos, claramente afectado y expuesto por la publicaciones de Assange, y buscando un castigo ejemplificador para que otros periodistas no sigan sus pasos, al no poder acusarlo de publicar, lo acusa de espionaje. O sea, acusa a Assange de formar parte de una asociación ilícita dedicada a espiar o robarle información a Estados Unidos.

Para plasmar dicha acusación el gobierno de Estados Unidos, a través de su Fiscalía General, parte de la falsa premisa de que el sitio de publicaciones de Assange no es un medio periodístico. El Congreso de Estados Unidos ha definido a Wikileaks como “un servicio de inteligencia privado hostil”.

Pero claro, informar no es lo mismo que espiar. Publicar, como su palabra indica, es un acto público. Espiar, en cambio, es un acto privado. Implica acceder a información para ser entregada de forma confidencial a un gobierno o corporación a cambio de dinero o algún beneficio.

Volviendo a cómo Estados Unidos define a Wikileaks, lo de “servicio de inteligencia” no tiene sustento porque no se conoce prueba alguna de que Assange haya hecho otra cosa con la información a la que accedió que no sea publicarla. Otras publicaciones, incluso algunas prestigiosas como la centenaria revista The Economist, cuentan con unidades de inteligencia que le venden informes periodísticos a clientes privados, pero no es el caso de Wikileaks.

En cuanto a “hostil”, bueno, a nadie le gusta que otra persona acceda y revele información que te deja mal parado. Pero convengamos que se trata de un término muy subjetivo, sobre todo si se usa para describir la publicación de una información verdadera y de evidente interés público. Y en cuanto a “privado”, al menos es una admisión de que hasta el propio gobierno de Estados Unidos reconoce que Assange no es agente de ningún gobierno enemigo.

Desde hace cuatro años Assange está preso en una cárcel de máxima seguridad en Gran Bretaña con pedido de extradición desde Estados Unidos, que lo acusa de haber violado provisiones de la Ley de Espionaje de ese país, con cargos que conllevan una pena de hasta 170 años en prisión. Si Assange es extraditado, casi seguramente será condenado porque sería sometido a un juicio por jurado en el este de Virginia, el corazón mismo de la comunidades de inteligencia y seguridad nacional de Estados Unidos.

Pero no debería ser extraditado. Primero, porque no es un espía. Segundo, porque el delito de espionaje en cualquier sistema judicial democrático es considerado un delito político. Y los delitos políticos no son extraditables. Ni en Estados Unidos ni en Gran Bretaña, ni en el tratado de extradición entre ambos ni en ningún país de Occidente.

También habría que considerar los argumentos humanitarios. Assange lleva cuatro años solo y enjaulado. Se le mantiene 23 horas diarias en soledad y tiene 45 minutos para hacer ejercicio en un patio de cemento. Antes debió permanecer encerrado en tres habitaciones de la pequeña embajada de Ecuador en Londres durante siete años con el mismo propósito de no ser extraditado a Estados Unidos.

Semejante régimen ha generado un severo deterioro físico y mental en Assange que ha sido criticado por el Grupo de Trabajo contra las Detenciones Arbitrarias de las Naciones Unidas y por el Relator Especial para la Tortura de la ONU.

Hasta ahora, el gobierno y la justicia de Gran Bretaña le han dado curso al pedido de extradición, anteponiendo intereses geopolíticos y convicciones ideológicas a lo que indicarían la jurisprudencia y el más elemental sentido común. Lo han hecho en un proceso largo, tortuoso y opaco, con idas, vueltas, demoras y restricciones para la defensa.

Pareciera que el objetivo es estirar la extradición y por lo tanto la estadía de Assange en una celda aislada y segura. Hasta que se quiebre, se rinda, se vuelva loco o se muera.

Es difícil imaginar que un gobierno demócrata como el de Joe Biden quiera juzgar a Assange en Estados Unidos y así exponerse a un enfrentamiento con el New York Times, el Washington Post y los defensores de la Primera Enmienda constitucional que garantiza la libertad de expresión. Tampoco es imaginable que Biden deje libre a un personaje que viene siendo demonizado por los halcones de Washington, los medios conservadores y parte de Hollywood desde hace una década. Por eso no parece casualidad que todo el mandato de Biden haya transcurrido sin que se resuelva la situación de Assange.

Distinta es la postura que tomaría Donald Trump, el favorito en las elecciones de noviembre. Se supone que a Trump le encantaría armar un circo y mandar a la hoguera al zurdito que le mojó la oreja al complejo militar industrial y los servicios de inteligencia. Y si el espectáculo lo lleva a enfrentarse con los “liberals” del Times y el Post, tanto mejor.

Pero no va a resultar tan fácil la extradición de Assange. Todo parece encaminado para que el próximo round judicial, apelación de Assange mediante, se dé en la Corte de Derechos Humanos de Europa, con sede en Estrasburgo. Allí es probable que Estados Unidos tenga menos injerencia que en Londres y Assange más chances de ganar.

Pero de ahí a sacar a Assange de la cárcel inglesa… difícil. Si bien aun después del Brexit Gran Bretaña sigue siendo parte del sistema europeo de justicia y reconoce a sus cortes internacionales, el caso Assange ha demostrado que en cuestiones que afectan su relación bilateral con Estados Unidos, el interés geopolítico la puede llevar a tomar decisiones judiciales y ejecutivas cuanto menos cuestionables.

En medio de esta compleja trama política, judicial y cultural crece un movimiento mundial que trabaja en todos los frentes para que Assange sea liberado, entendiendo que lo que está en juego es el derecho a estar informado, pilar fundamental del sistema democrático.

Desde lo cultural es importante entender que Assange no es un espía ni robó información. Desde lo judicial, que los delitos políticos no son extraditables. Y desde lo político, ponerle un límite a un Estado poderoso que intenta imponer un gigantesco acto de censura mundial es casi una cuestión de supervivencia para nuestras golpeadas y cuestionadas democracias.

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