Masculinidades y relaciones de poder

Por Sebastián Fonseca. El sexismo es un esencialismo. Como el racismo, busca atribuir características históricamente construidas a una naturaleza biológica. Pierre Bourdieu. 

Masculinidad aprendida

La masculinidad es un aprendizaje. Es una construcción cultural que se reproduce socialmente, por esto no puede definirse fuera de su contexto social, económico e histórico. Esa construcción se desarrolla a lo largo de toda la vida, con la intervención de distintas instituciones (la familia, la escuela y todas las instituciones del Estado, la religión, los medios de comunicación, etc.) que moldean modos de habitar el cuerpo, de sentir, de pensar y de actuar el género.

Esta construcción de la masculinidad se desenvuelve en el marco de un sistema de poder. Como todo sistema de poder, existen jerarquías que guían y estructuran las miradas y las prácticas. Ser varón es algo que se debe conquistar y merecer, y quienes darán el visto bueno serán otros varones ya validados como tales.

Por ejemplo, durante la escuela secundaria, los varones se forman en género valiéndose del ejercicio de la violencia a través de la homofobia, la burla y hasta la agresión física buscando la aprobación de otros varones. En tal sentido, la construcción de la masculinidad tradicional o mayoritaria es también una competencia. Se compite con otros varones, no con las mujeres, estas aparecen en la retina de esta concepción tradicional de la masculinidad más bien como trofeos o posesiones. Es decir, como objetos inhabilitados para establecer un intercambio dialéctico que permita el despliegue de relaciones democráticas en el trato cotidiano.

Esta construcción también comprende una serie de lugares comunes que algunas investigaciones (Gilmore, 1994; Kimmel, 1997; Olavarría, 2001) llaman hitos o marcadores de la masculinidad, como pueden ser durante la adolescencia el uso y abuso de sustancias, el debut sexual heterosexual, las conductas temerarias que ponen en riesgo la vida propia y ajena. Durante la adultez, podemos identificar como hitos de la masculinidad el trabajo remunerado, tener hijes (que no es lo mismo que ser padre), lo que a su vez ratificaría la heterosexualidad.

Se trata de un ideal cultural que provoca incomodidad y molestia a algunos varones y fuertes tensiones y conflictos a otros, por las exigencias que impone. Si bien algunos varones tratamos de diferenciarnos de este modelo, esto no es tan fácil porque, así como representa una carga, también permite hacer uso del poder en la mayoría de los espacios de decisión que de manera abrumadora ocupamos los varones.

Masculinidad aspiracional

Más allá de la experiencia individual, del tan frecuente “yo no soy así”, este modelo de masculinidad tradicional existe y cumple su función de condicionar las miradas, estructurar las prácticas, organizar la vida cotidiana.

En esta clave patriarcal, sexista, los varones no sólo somos impulsados a buscar el poder, sino también a ejercerlo.

El problema no es tanto el modelo, que es un ideal cultural y como tal es inalcanzable. El problema es que, en el intento de alcanzar ese ideal, la masculinidad que podríamos llamar aspiracional, irradia violencias de todo tipo. Violencia física contra las demás personas y también contra sí mismos.

Acerca de esto, Bell Hooks señala que uno de los factores que más influyen en la propalación de la violencia es la precarización del mercado de trabajo, acompañada de un proceso de aculturación a través del cual los varones de las clases dominantes subordinan en el espacio público a los varones de las clases populares, quienes a su vez encontrarán en el espacio privado doméstico la única posibilidad de buscar el poder que asocian a la masculinidad.

Masculinidad patriarcal que enseña a los varones que su identidad, su razón de ser, reside en su capacidad para imponer su voluntad, para dominar el escenario.

La estadística es binaria y oculta muchas situaciones, pero resulta muy ilustrativa acerca de cómo funciona la construcción de la masculinidad tradicional, patriarcal, sexista. Si bien los casos de femicidios y de violencia por razones de género resultan alarmantes, también puede verse el desenvolvimiento de la masculinidad aspiracional, por ejemplo, en la relación que tenemos en general los varones con los servicios de salud. La evidencia muestra que somos más reticentes a las consultas médicas de tipo preventivo y luego copamos las unidades de terapia intensiva. También morimos por causas externas tres veces más que las mujeres.

¿Nuevas masculiniqué?

Desde hace unos años se habla de cambios en la manera de ejercer la paternidad, incluso pareciera que el imaginario colectivo lo está asumiendo. Es cada vez menos frecuente que un varón reivindique en público el modelo de masculinidad tradicional. Nadie quiere ser acusado de machista, ni siquiera quienes claramente lo son.

Pero este cambio en la imagen de la masculinidad, que se acerca a la idea del varón amable, comprensivo, que arregla toda diferencia con diálogo y sonrisas, está lejos de la realidad. La violencia irradiada por la masculinidad patriarcal sigue siendo un problema estructural. Este choque del imaginario colectivo con la evidencia empírica puede verse también en el entorno familiar y de amistades, donde los modos de crianza y distribución de las tareas cotidianas no parecen haber cambiado mucho.

En ese gran texto que es Masculinidades y feminismo, Jokin Azpiazu (2017) señala que existen muchos estudios sobre masculinidades que describen cómo es ser varón aquí o allá, pero no se preguntan qué pasa con el poder. Azpiazu insiste en que no debemos perder la mirada feminista crítica acerca del papel de los varones en las desigualdades de género. Si perdemos este enfoque, avisa, adoptaremos una mirada más centrada en la identidad que en la subjetividad y el poder.

Ocurre que Azpiazu está pensando en las posibilidades de llevar adelante un cambio social de verdad. En esa dirección, indica que sería de mucha ayuda pensar la identidad como una posición determinada en un entramado de vectores de identificación y pensar a la subjetividad como elemento de acción individual y colectiva. Es decir, qué hacemos con aquello que se supone que somos.

Dicho en forma de pregunta, ¿cuál es el proyecto político de la subjetividad masculina? ¿Podemos los varones pensar un proyecto político diferente al que ya nos otorga el ejercicio del poder?

Masculinidad hegemónica

En los años 80, la socióloga australiana Raewyn Connell desarrolló desde una mirada feminista crítica y relacional el concepto de “masculinidad hegemónica”. Connell entiende al género como un sistema de poder. Como todo sistema de poder, está estructurado en jerarquías. La masculinidad no es una y única, sino que coexisten distintos modelos que responden y se definen a partir de la categoría máxima que sería la masculinidad hegemónica. Las características de este modelo varían de una sociedad a otra y de un momento histórico a otro.

Hegemónica en el sentido que le dio Gramsci: porque se impone de manera invisible al empezar a formar parte del sentido común, convirtiéndose en un modelo a seguir, en una identidad genérica a la cual reproducir y defender.

Siguiendo con Azpiazu, vemos que esta es la base teórica de los estudios de masculinidades que se han dedicado a identificar los parámetros de la masculinidad hegemónica y a partir de ella sugieren nuevas maneras de ser varón, de buscar relaciones no violentas y más igualitarias.

Esto es muy importante y está muy bien que se busquen mecanismos para desmontar modelos que irradian violencia. Pero la pregunta que se hace Azpiazu, y que nos rompe todos los esquemas, es ¿cuál es el modelo de masculinidad que hoy entendemos cómo hegemónico?

Azpiazu se lo pregunta en el sur de Europa en 2017. Y se responde que la tendencia ha sido identificar un modelo que puede ser mayoritario, ya que la mayoría de los hombres siguen comportándose según cánones muy clásicos, pero que dicho modelo ya no estaría siendo prestigioso para el sentido común.

Probablemente, señala Azpiazu, nos encontremos hoy más cerca de un modelo de masculinidad hegemónica representada por el hombre bueno y sensible que respeta a las demás personas, pero que no pierde el control de la situación. Y sería este modelo de masculinidad el que, buscando mantener el poder y los privilegios, denuncia al macho violento (mayoritario y sin prestigio social) como estrategia para ocultar el propio machismo latente.

Por esto es fundamental separar entre lo hegemónico, entendido como patrón dominante de lo que un varón debe ser hoy en día, y las conductas generalizadas, que no tienen por qué coincidir.

Es decir, en términos cuantitativos, predominan los varones que responden al modelo clásico que tan fácilmente podemos imaginar aferrados a sus creencias matrices asociadas a las nociones de independencia, dominio y jerarquía.

En términos cualitativos, en el sentido de lo admisible y lo deseable, el modelo de masculinidad que hoy marcaría el rumbo sería el que coincide con lo que se describe como nuevas masculinidades.

Algunas consideraciones provisorias

Pensar las masculinidades posibles solamente como una construcción identitaria, por oposición al machirulismo, es bajarles el precio a los procesos de cambio en las relaciones de género y su potencial de incidir en la distribución del poder en una sociedad.

Por supuesto que los varones podemos cambiar, pero ¿cuáles son nuestras propuestas para el cambio que trasciendan el plano de las apariencias? ¿Estamos pensando más allá del varón de clase media urbana?

Suele hablarse de nuevas masculinidades en clave de autosatisfacción trascendente: cambio pañales, hablo en lenguaje inclusivo, hago las compras, me emociono hasta las lágrimas con una serie feminista, pero ¿cómo voy a contribuir al cambio social en el resto de aquello que no sea yo y yo mismo? ¿De qué manera voy a contribuir a desarticular la opresión, los privilegios y el individualismo?

Es preciso que nos entendamos, que dialoguemos con personas racializadas, con personas no heteronormadas, con feministas críticas, que intentemos involucrarnos con movimientos e iniciativas que no nos tengan como sujeto central. Es necesario que rompamos con el corporativismo de la masculinidad, esa actitud más cómplice que comprensiva, que nos hace callar o sonreír antes que sentirnos traidores al género.

Inclusive, la revista del Inadi

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