Desde finales de 2012 a la fecha, tres sacerdotes de la Iglesia Católica fueron acusados de abusar, ultrajar y violar a niños, niñas y adolescentes en Catamarca. Renato Rasgido, Juan de Dios Gutiérrez y Moisés Pachado tienen acusaciones agravadas por su condición de ministros de culto y un récord de dilaciones en la Justicia provincial. Récord de presentaciones para estirar los tiempos procesales que, bajo la lupa de las estadísticas comparativas con el resto de los acusados por hechos similares, se convierten en privilegios que nada tienen de divinos y sí mucho de pecuniario.
Las suposiciones de quién o quiénes pagaron durante tantos años las presentaciones obedientes de los abogados que los defienden, no vienen al caso. Lo relevante es conocer que cada apelación, cada pedido de nulidad, cada recurso, no pareció ser solicitado en el marco de un convencimiento de inocencia de los imputados, sino, tal y como manifestó hace años a la prensa el ex abogado de Gutiérrez, Guillermo Narváez, con el fin de “evitar que lleguen a juicio”. O, como el propio obispo diocesano, Luis Urbanc, le escribió en una esquela a la madre de la sobreviviente, “no creer en la justicia de los hombres”.
Tal vez quedaría más explícito citar a otra de las madres de los sobrevivientes cuando dijo: “Me ofrecieron un millón de pesos para que no siga con la denuncia”.
La justicia de la Iglesia católica, que al parecer vira entre humana y divina según convenga la causa a su institución, rara vez es aplicada. La denominada «expulsión del estado clerical» no se hizo con el padre Grassi, cuya condena fue ratificada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, y tampoco con los sacerdotes Horacio Corbacho y Nicola Corradi, condenados a más de 40 años por cometer decenas de hechos de abuso sexual en el Instituto Antonio Provolo para niños Sordos de la provincia de Mendoza.
El denominado derecho canónico, según explica Carlos Lombardi, representante legal de la Red de Sobrevivientes de Abuso Sexual Eclesiástico de Argentina, vulnera las leyes internacionales de los derechos humanos. En este contexto, el Comité de los Derechos del Niño exhortó a la Santa Sede en 2014 a que modificara el derecho canónico. Sin embargo, el Vaticano se niega a adaptar su estructura, su funcionamiento y su organización al derecho internacional de los derechos humanos.
Esta situación coloca a los sacerdotes en una posición confusa, pero principalmente de privilegio frente a sus víctimas. Con una estructura de poder montada para “salvarlos” y “protegerlos”, que, además, los ubica en un lugar de supremacía sobre el resto de los mortales.
Si debatimos lo sucedido en tierra catamarqueña, el poder de la Iglesia Católica y su posición frente a los hechos de abusos sexuales cometidos por los “hombres de Dios”, no sólo vulnera a las víctimas, sino que espanta. Espanta saber que los sobrevivientes, ante cada pedido de nulidad, ante cada dilación y soslaye de la institución a ser sometida a la justicia de los hombres, recayeron en su condición emocional y revivieron el trauma. Espanta la violencia del dolor que ejercen los prelados sin conmoverse, sin arrepentirse, sin humanizarse.
Las víctimas de los sacerdotes catamarqueños tenían 9, 13 y 15 años al momento de los abusos. En los tres casos, los imputados llegaron a acceder a las niñas y niños exclusivamente por su condición de curas y lo continuaron en el tiempo en nombre de Dios. Los tres sobrevivientes intentaron suicidarse, los tres callaron en su momento por miedo, los tres fueron “castigados” por la feligresía por no guardar el secreto.
La sociedad no sabe en qué lugar están los tres curas imputados, ni siquiera por prevención. El secreto pontificio los ampara. “Detrás de todo cura abusador hay un obispo encubridor”, destacan siempre desde la Red de Abusos Eclesiásticos, porque no son los hombres, es toda la institución.
Las preguntas para hacerles son muchas, pero sabemos que nunca llegarán. Así, la dilación y este silencio cómplice se tornan en estos casos en tortura. En dolor y desgarro que impide a los sobrevivientes realizar el duelo, comenzar a sanar. ¿Cuál es el sentido del bien y el mal para el Obispado de Catamarca?
Por Yémina Betiana Castellino, en Catamarca/12