Chile: Arenas movedizas en los cimientos del alumno modelo

Las estimaciones de crecimiento de la economía de Chile para 2019 realizadas el Ministerio de Hacienda de aquel país prevén un aumento del 2,6 por ciento del Producto Interno Bruto. El dato, sin ser fulgurante (la economía mundial crecería algo más del 3% en el mismo período), contrasta con el crecimiento anémico de la economía brasileña, la contracción argentina, con crisis de deuda, o la crisis presupuestaria que motivó a Ecuador a recurrir al Fondo Monetario Internacional, desatando una rebelión en las calles. La pobreza sigue descendiendo, y la medición que, según su propia canasta, alcanzaba a casi el 40% de la población al regreso de la democracia, hoy es menor al 8%. El salario mínimo es uno de los más altos de Sudamérica y el salario real se mantiene en alza.

Si los números parecieran dar la razón al presidente Piñera en aquello de que «Chile es una isla de estabilidad en una región convulsionada», ¿qué pasó entonces en Chile? ¿cómo es que estos números correlacionan con las protestas masivas y las imágenes de violencia urbana que llegan desde Santiago?

Como dirigente político, Piñera recuerda a Zelig, aquel personaje de Woody Allen capaz de mimetizarse completamente con su entorno. No fue extraño que, rodeado de gobernantes progresistas en toda la región, con Obama al frente de los Estados Unidos, su primera presidencia casi pudiera asimilarse a un quinto gobierno de la Concertación. Quizá, el que hubiera sido si la Democracia Cristiana no se hubiera debilitado tanto en la correlación de fuerzas interna de la coalición de centroizquierda que hegemonizó la primera etapa democrática. Entonces, no parecía extraño verlo pasear sonriente durante los festejos del bicentenario argentino, entre retratos del Salvador Allende y Ernesto Guevara, al lado de Lula, Cristina Fernández y Rafael Correa. Para su segundo gobierno, las cosas habían cambiado.

Del Chile exitoso, que había crecido, en promedio, al 5% anual desde 1990, aparecía otro que pasaba dificultades. El segundo gobierno de Michelle Bachelet pasaba sin pena ni gloria, con la foto de un crecimiento magro y una gestión deslucida, y una agenda de reformas que había descendido en ambición al chocar con los límites de la clase dirigente, política y empresaria, chilena, incluyendo a parte de su propio espacio. Reformas que, aún tímidas, despertaron en el empresariado nacional una reacción feroz en los niveles de inversión, cuyo carácter eminentemente político resalta aún más en la comparación con las empresas multinacionales, acostumbradas a pagar muchos más impuestos que los que exige el Estado Chileno. En un contexto de baja de los precios de las materias primas, la combinación resultó irreversible.

Para Zelig, rodeado ahora de gobiernos de derecha y enfrentado a una centro izquierda debilitada y plagada de disconformes en ambos flancos, la promesa era el regreso a «tiempos mejores», que no serían otra cosa que la reversión del «populismo» de la administración anterior, que habría quitado al país de la senda del crecimiento. El regreso de Piñera trajo una contrarreforma tributaria, regresiva, que benefició sobre todo al sector empresario más concentrado, con la esperanza de un boom inversor. En lo discursivo, de las sonrisas intercambiadas con Lula Da Silva, pasó a intentar apadrinar a Jair Bolsonaro, desde el día de su llegada al gobierno.

El modelo chileno contiene tensiones evidentes. La excesiva mercantilización heredada de la dictadura, y solo revertida muy parcialmente por la democracia, de sectores esenciales como la salud, la educación y el sistema previsional dio como resultado un sistema enormemente estratificado, donde la correlación entre clases sociales y calidad de las prestaciones es enormemente elevada, acentuando, en vez de mitigar, las diferencias sociales. El vigoroso crecimiento económico y las urgencias post dictadura ocultaron estas carencias que afloraron nuevamente cuando las carencias cedieron. Las demandas de la población ya no se vinculan con salir de la pobreza, sino con la calidad de vida, el progreso y las expectativas a la altura de los discursos sobre un Chile que prevé, en pocos años más, alcanzar el ingreso por habitante de los países desarrollados más rezagados, como Portugal o Hungría, pero que carece de un Estado Benefactor como el de cualquiera de esos países.

El contrato social del Chile de la recuperación democrática suponía una sociedad civil amansada y una dirigencia política endogámica y estable, percibida como eficiente y honesta, encargada de aportar crecimiento y bienestar. El modelo nunca fue del todo cierto, y las tradiciones de acción directa de la izquierda chilena mantuvieron una presencia relativamente marginal pero notoria, con escenas de enfrentamientos épicos los días de conmemoración del golpe militar del 73.

Durante el primer gobierno de Michelle Bachelet, el esquema comenzó a colapsar. El primer gran conflicto de transporte, con la caótica puesta en marcha del Transantiago (un sistema parecido al Metrobús), dio paso a otros movimientos sociales, contra las Administradoras de Fondos Previsionales privadas, y las magras jubilaciones que percibe la mayoría de los chilenos y, el más significativo, la «rebelión de los pingüinos», el movimiento de estudiantes por la gratuidad educativa, contra el enorme peso de la deuda estudiantil, percibida como una verdadera hipoteca sobre la vida post universitaria.

La red de transporte subterráneo de Santiago es un logro del Estado chileno. Con 140 kilómetros de extensión y 136 estaciones, y una expansión exponencial en las últimas décadas, conecta toda la ciudad de forma rápida y eficiente. Las tarifas, sin embargo, son elevadas. Con un salario mínimo de alrededor de cuatrocientos veinte dólares, el costo del pasaje se ubicaba alrededor de un dólar y, con el aumento de la tarifa técnica, la medida buscaba un aumento de poco más del quince por ciento, en un país donde la inflación interanual se ubica por debajo del 2,5%.

Las protestas sorprendieron a los funcionarios gubernamentales, que reaccionaron con desdén y soberbia. El ministro de transporte sugirió que, para evitar el aumento, las personas salieran a sus trabajos a las siete de la mañana, cuando el costo del pasaje es menor, el Ministro del Interior limitó el problema a una cuestión de seguridad, mientras el presidente calificó a los manifestantes que eludían el pago del boleto como «hordas de delincuentes». La aproximación, entonces, fue puramente policial. Sólo el pésimo manejo político de una crisis que fue escalando a diario durante más de una semana explica las escenas luctuosas del viernes, cuando ardieron edificios y estaciones en Santiago, ante la inexplicable ausencia de los Carabineros, omnipresentes antes para golpear y detener a estudiantes secundarios que se colaban masivamente entre molinetes.

El tardío reconocimiento de la gravedad de la situación y la legitimidad de los reclamos por parte del presidente, con su marcha atrás y llamado al diálogo, contrastaron con medidas que devolvieron la memoria de los tiempos más oscuros de la historia del país. La declaración del Estado de Emergencia, la primera vez que sucede por una causa no natural desde el retorno de la Democracia, y el Toque de Queda en la Región Metropolitana, trajeron a la memoria a un Chile que vivió, en forma ininterrumpida, noches de calles vacías y despliegues militares entre el golpe de 1973 y enero de 1987.

Si los pasos en falso del gobierno de Piñera explican la dimensión coyuntural de la crisis, sus fundamentos más profundos amenazan la solidez del alumno aventajado de la región. Las últimas elecciones mostraron un agrietamiento del sistema político, con expresiones electorales potentes a la izquierda y a la derecha de los representantes tradicionales. Las candidaturas de Beatriz Sánchez, por el Frente Amplio, y el pinochetista José Antonio Kast evidenciaron el cuestionamiento de los consensos post dictatoriales. En las instituciones, escándalos de corrupción inéditos en las cúpulas militares y de carabineros mancharon la confianza de la ciudadanía, y los casos de evasión y perdones impositivos para los más ricos afectaron la confianza en la igualdad ante la ley. Una realidad que la reforma impositiva de Piñera podría agravar, acentuando una desigualdad alta, que venía cayendo en forma lenta pero sostenida.

El «milagro económico chileno», que permitió que el PBI per cápita pase de ser 35% menor al de Argentina a 25% mayor en 25 años, consistió en abrir mercados mientras el Estado mejoraba la infraestructura para favorecer la actividad económica y las exportaciones. Sin embargo, la canasta exportadora de Chile no cambió demasiado en los últimos cincuenta años. La economía sigue bailando al ritmo del precio del cobre y su amplia dotación de recursos naturales.

La buena administración de esos recursos permitió a Chile crecer por encima de una región a la que percibe que dejó atrás, un discurso repetido hasta el hartazgo por su dirigencia. Si se tomaran en serio el espejo en el que dicen mirarse, Chile sigue siendo un país pobre y desigual, y su modelo de crecimiento empieza a mostrar signos de fatiga, justo en el momento en que sus ciudadanos demandan desarrollo.

Por Martín Schapiro, en Cenital

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