Desenmascarados y revestidos: gendarmes y policías frente a la necesidad del reconocimiento

Por Sabina Frederic en El Cohete a la Luna. Es poco frecuente que los espacios periodísticos recuperen acontecimientos cuando estos cayeron del rubro catalogado como de “actualidad”, cuando “pasan” y ya no son “noticia”. Pero hay sucesos, como los de diciembre de 2017, que rebasan los marcos temporales en los que se desarrollaron. La protesta masiva contra la reforma previsional y la represión policial durante las tres jornadas de resistencia fueron un hito no solo para el gobierno, los legisladores y los manifestantes, también para los uniformados. La efervescencia masiva quedó retratada y en cierto sentido, encapsulada, en incontables fotografías y videos, algunos de una calidad excepcional. Con ellas se representaron: la resistencia, los golpes, las caídas, los disparos, las armas, los atropellos, las heridas, las detenciones, las pedradas, la bronca, la impotencia, el agotamiento, la tristeza, el dolor, la asfixia y el escape.

Quisiera reponer aquí tres escenas para reflexionar sobre las derivas del reconocimiento público, político y social, que buscan los uniformados. Se trata de situaciones protagonizadas por gendarmes y policías, en las márgenes, a cierta distancia del Congreso y al borde del momento de mayor confrontación callejera. Una circuló en un video, y muestra a los gendarmes desenmascararse a pedido de los manifestantes. La otra, una imagen que me abstuve de fotografiar porque hubiera desnudado la desprotección, recoge el momento en que policías de la Ciudad de Buenos Aires se revisten frente a la mirada pública. Esta se anuda con un video que los muestra actuando.

Todas son disruptivas. Primero, porque nos empujan a mirar la fragilidad del andamiaje que separa a esas mujeres y esos varones jóvenes que decidieron in-vestirse con la fuerza del Estado, y la virulencia con que a veces buscan ratificarlo. Segundo, porque introducen una cuña en los fundamentos de las políticas instrumentales y racionalistas, que suelen orientar la conducción política de las fuerzas policiales y de seguridad; incluso del heterogéneo arco auto denominado progresista. Tercero, porque alumbran la fuerza emocional que impulsa a gendarmes, policías y ciudadanos, a buscar reconocimiento y aprobación. Cuarto, porque queda muy clara la inestabilidad de ese reconocimiento cuando sólo es concedido por las autoridades políticas de turno, o los superiores jerárquicos de cada Fuerza.

“Sáquense las máscaras y muestren la cara, no nos agredan”. “Somos todos Argentinos”, les ordenaba un puñado de manifestantes enfrentando con celular en mano a un grupo de gendarmes pertrechados. Y entonces, en respuesta al pedido, uno a uno lentamente, removieron las máscaras de sus rostros. “Sonrían para la cámara”, agregó un señor. Mientras otro gritaba: “¡Eh! Mirá, son personas”, al constatar con ironía, lo obvio: la común humanidad tras la radicalización de la diferencia que el ejercicio de la fuerza impone.

Luego llegaba la celebración del desenmascaramiento, el reconocimiento de los manifestantes a la pertenencia a un colectivo, a una comunidad integrada también por uniformados, de esos que dan la cara, miran a los ojos y no intentan agredir. Se escuchan los aplausos y el canto decidido de los manifestantes: “El pueblo unido, jamás será vencido”.

Allí hay otros trazos emotivos, distintos a los que vienen saturando, nos indignan y aplastan nuestra visión sobre la cuestión policial. Contrastan con la represión de esas jornadas de diciembre y los recientes hechos: la exaltación del homicidio cometido por el policía local Luis Chocobar en la Boca, y la muerte por torturas y deshidratación del cadete Emanuel Garay de la Policía de La Rioja. Ciertamente, el video no tuvo gran circulación y es pues un acontecimiento disruptivo en la corriente de imágenes que forjan nuestra mirada, donde el abuso de la fuerza, es la constante.

Pero vayamos a los detalles. El video registra una conducta de los gendarmes fuera de lugar, reñida con el protocolo antidisturbios, en este caso inocua, sin riesgo físico alguno. Más que condenarla por intrascendente nos preguntamos, ¿por qué los gendarmes se colocaron las máscaras antigás ese lunes 18 de diciembre si no encabezaban el operativo represivo, ni tenían orden de intervenir? De acuerdo al Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado en Manifestaciones Públicas, aprobado por la actual gestión del Ministerio de Seguridad de la Nación, la colocación de las máscaras antigás responde a una serie de “movimientos disuasorios o intimidatorio” dirigidos a dispersar a los manifestantes e intentar evitar el desplazamiento de los carros hidrantes.

Pero aquel día la Gendarmería había sido excluida de la seguridad perimetral del Congreso, a cargo de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires. La orden del Ministerio de Seguridad de la Nación era que permaneciese apostada a más de siete cuadras, como refuerzo.

Entonces, ¿cómo explicaban los gendarmes su apartamiento del protocolo? Pocos días después, le describí la escena del video a Ernesto, un comandante principal, con más de 20 años en la Fuerza. Casi sin pensar, exclamó: “Sí, éramos nosotros”. Entonces pregunté por qué llevaban las máscaras si no iban a intervenir. “¡Ah! No, ese fue un alférez. Vio pasar un comandante general, y para hacerse notar, ordenó al escuadrón ponerse las máscaras”. Ernesto no justificaba la conducta del joven oficial, al contrario, ponía de relieve los sentimientos que movilizaron la desviación del protocolo. El deseo de ser reconocido, de agradar, de sobresalir y ganar la aprobación de un superior era para ese alférez, como para muchos otros, más fuerte que el cumplimiento de los procedimientos establecidos.

Como se ve, nada tiene que ver esta conducta con la obediencia debida. Acá no hubo una orden de un oficial jefe o superior, sino una puesta en escena de un oficial subalterno que buscaba destacarse entre los otros, y ganar reconocimiento. Tampoco se lo consideró un acto de desobediencia, no hubo sanciones, ni consecuencias graves para los presentes.

A juzgar por los hechos, los y las gendarmes cedieron a la búsqueda de su propio reconocimiento frente al exceso del alférez. Pero no buscaron su aprobación a dónde había ido a buscarla este joven oficial. La invocación de los manifestantes a la pertenencia a un colectivo común como “argentinos” a que “muestren la cara”, sensibilizó a los y las uniformados/as.

La coyuntura jugó un papel clave. Llevaban meses cargando el desprecio y la humillación callejera por la desaparición del cuerpo de Santiago Maldonado. Tres días antes, cuando sí fueron protagonistas de la represión en el Congreso, cientos les habían gritado: “Asesinos” “Qué hicieron con Maldonado”, según me relataban agobiados, escuderos y bastoneros parados en la línea de choque.

La situación del lunes 18 era otra. Los y las gendarmes, estaban cara a cara con los manifestantes que sin mediar vallas los introdujeron en la comunidad nacional. El reconocimiento de los superiores o del gobierno es muy importante, como bien lo registraron las autoridades políticas actuales, pero en verdad no alcanza.

Y ahí los manifestantes jugaron un papel clave. Fueron ellos quienes les pedían e imploraban ser parte, que aceptaran entrar en el juego del reconocimiento social. Ellos deseaban verlos parte de su comunidad, integrar el pueblo. Blas, otro oficial jefe de la misma unidad antidisturbios, frente al mismo video, decía sobre la reacción de los manifestantes: “Pasan del odio al amor en un segundo”. Tiempo después, como si hubiera hablado de sí mismo, abandonaría al robocop que lo identificaba en el whatsapp, a cambio de su imagen vestido “de civil”.

La segunda imagen recoge la escena en la que un grupo de 15 jóvenes integrantes de una unidad antidisturbios de la Policía de la Ciudad en horas del mediodía del mismo lunes 18, se encontraban agrupados del otro lado de las vallas, desguarnecidos. Estaban juntos y desordenados sobre la calle Alsina, a metros de la Avenida Entre Ríos donde un señor ubicado a resguardo, terminaba de retorcer los alambres que unían las vallas y con cierta esperanza a que fueran vencidas decía: “Yo las ato pero no van a resistir la presión de la gente”.

Aquel grupo de mujeres y varones policías no tenían mucha experiencia, probablemente participaran de la represión de septiembre de 2017 durante la manifestación reclamando la aparición de Santiago Maldonado. Ellos integran la fuerza policial mejor remunerada del país. Sin embargo, se habían congregado sobre la acera sin portar la decena de placas que protegen sus cuerpos y extremidades. Las llevaban en bolsos que habían desplegado alrededor suyo.

Nos detuvimos al ver cómo, a la vista de todos como si nadie los viera, más bien ignorando la mirada de los otros, se ayudaban para atarse y atar esas distintas piezas que los convertirían en cascarudos, al compañero o la compañera, ya que casi la mitad eran mujeres. Desprotegidos sobre una vereda que no supera el metro y medio, se revestían mientras los peatones los evitaban. No parecían rehuir la mirada, parecían indiferentes. Era para tomarles una foto, sí, pero sentí que invadía su intimidad. Su indiferencia al reconocimiento social probablemente fuera inversamente proporcional a la esperanza de ser reconocidos sólo por sus jefes y la institución, sostenida en la mejor paga del sector.

Entonces, ¿por qué mostrar su fragilidad? ¿Con qué criterios se dispuso aquello, considerando la infinidad de metros cuadrados para hacerlo a resguardo de la mirada social? La escena es sin duda un preámbulo de la sobre exposición y el pésimo papel de las fuerzas antidisturbios de la recientemente creada Policía de la Ciudad. Se anuda con un video que sí circuló mucho por las redes sociales, y que muestra a dos secciones formando una herradura móvil de alrededor de 30 efectivos en medio de la Plaza de los Dos Congresos. Estaban acorazados, y a la vez totalmente expuestos, desguarnecidos, rodeados de cientos de manifestantes.

Fernando, uno de los jefes del destacamento antidisturbios de Gendarmería, fue quien me mostró ese video. “Mirá esto –me dijo mientras lo abría en su celular- es una vergüenza, eso es el Estado retrocediendo, es una barbaridad, te muestra la debilidad… Hay que evitar el contacto directo, cuerpo a cuerpo. Ahí estás perdido, tenés que pegar o retroceder”.

El recorrido indica que las fuentes del reconocimiento no son uniformes entre las Fuerzas, ni tampoco al interior de cada una. De un lado, son oscilantes y situacionales, pero a la vez no escapan a ciertas constantes y tradiciones. El reconocimiento gubernamental y de los superiores, es fundamental para todos ellos, pero el social parece ser bastante más relevante para la Gendarmería que para la novel Policía de la Ciudad. El gobierno de turno ha sabido entender muy bien esta dimensión que explota con prisa y sin pausa, y con exabruptos, de ser necesario.

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