Por Soledad Deza*. La objeción de conciencia nació como una herramienta noble para resistir la opresión y proteger aquellas minorías que, en el juego de mayorías, podrían ver injustamente arrasada su subjetividad. En nuestro país, el primer antecedente lo dio la Corte Suprema de Justicia en el caso “Portillo”, donde se encargó de aclarar que reconocía la objeción de conciencia porque estábamos en tiempos de paz. En 1989 la Corte afirmó: “Distinta sería la solución si el país y sus instituciones se encontraran en una circunstancia bélica, pues, en ésta, nadie dudaría del derecho de las autoridades constitucionales a reclamarle a los ciudadanos la responsabilidad de defender, con el noble servicio de las armas, la independencia, el honor y la integridad de Argentina, y la seguridad de la República”.
Desafortunadamente esta herramienta de “excepción”, frente a los derechos sexuales en general y el aborto en particular, invierte su lógica de creación y funciona como una “regla”. Por ello emergen instituciones enteras que al contar sólo con personal objetor retiran prácticamente de la oferta sanitaria prestaciones médicas lícitas.
El caso “Lucía” demostró en Tucumán que no hubo ni un efector de la Salud Pública dispuesto a garantizar los derechos de la niña y lejos de extremar los recaudos para que los profesionales del sector privado le practicaran un aborto, las autoridades propiciaron un nacimiento con vida para revictimizar a la niña y aquietar conciencias ajenas.
El desgobierno de la objeción no sería posible sin la colaboración silenciosa de los tomadores de decisiones políticas que avalan este comportamiento agresivo hacia las usuarias. Urge pensar como sociedad que esta posibilidad de declinar excepcionalmente la obligación de brindar asistencia se da en el marco de una relación sanitaria que es per se asimétrica en términos de poder; y que no hay justicia cuando quien tiene la rectoría en materia de políticas públicas mira para otro lado habilitando se cargue en las espaldas ya vulnerables de las usuarias, la protección de las conciencias privilegiadas.
Quizás la peor cara de la objeción de conciencia no es la del profesional, que se asume públicamente como objetor y hace la derivación como la ley le manda y busca quien lo sustituirá y deja constancia en la historia clínica, sin permear su cosmovisión en su paciente. La objeción más dañina es aquella que se oculta tras un lugar de poder para trastocar el autogobierno brindando información falsa o sin evidencia científica. O solicitando interconsultas o estudios innecesarios, judicializando el consentimiento de la prestación. O utilizando los adelantos tecnológicos para desarrollar la viabilidad fetal, evitando interrumpir previamente al alumbramiento o predisponiendo cualquier tipo de barreras
Es inútil reducir el dilema a objeción sí, u objeción no. El proyecto de Interrupción Voluntaria de Embarazo no incluyó esta posibilidad porque la objeción de conciencia está siendo públicamente usada como una herramienta de agresión, no de defensa.
El principio de no maleficencia impregna desde la bioética toda relación sanitaria, incluso una consulta de aborto. Será un desafío de efectores/as que quieren objetar -y de los ministerios que quieren preservar la libertad de conciencia médica- garantizar a la población que la libertad de culto de algunos/as no consolide la subalternidad sanitaria de otras que también tienen libertad de conciencia.
Esto es hasta que quienes gobiernan pongan bordes saludables a esta mala práctica de cultivar creencias propias para perpetuar violencias ajenas. Las feministas no seremos cómplices de una biopolítica que tiene en la objeción de conciencia su arma de fuste “legal” para disciplinar vidas y violentar cuerpos.
*Abogada. Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito.