Por Andhes. Gonzalo Domínguez (14 años), Camila López y Danilo Sansone (13), y Aníbal Suárez (22) murieron tras sufrir una persecución policial en San Miguel del Monte, una localidad de la provincia Buenos Aires.
Esta acción policial no respetó ningún principio ni estándar de derecho. A la tragedia le siguió una cadena de declaraciones de funcionarios explicando y justificando el repudiable accionar, con la real finalidad de sostener sus cargos políticos. Como sucedió con Facundo Ferreira, el niño de 12 años de Tucumán asesinado por dos policías, la versión oficial pretendió culpabilizar a las víctimas de su fatal destino. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, se preocupó de apuntalar su desvencijado discurso de mano dura y aprovechó la oportunidad para desacreditar la lucha por el caso de Luciano Arruga.
La retórica repudiable del gobierno de turno busca legitimar discursos punitivistas y direccionar el sentido común hacia una lógica de criminalización y estigmatización contra los jóvenes. A esto se suma la demagogia de los funcionarios que alienta las tendencias criminales en la policía, degrada la seguridad ciudadana y trastoca los valores democráticos que la profesionalidad policial requiere.
La ‘doctrina Chocobar’ se materializa cada vez que un funcionario público convalida discursivamente los delitos de las fuerzas de seguridad, especialmente la violencia policial. Las actuales políticas de seguridad van corriendo de su eje la vida humana y las garantías legales de la ciudadanía, para dejarle paso a la persecución, violencia y amedrentamiento de sectores populares: ningún barrio rico sufre razzias antes de cada fecha electoral, que refuerza y focaliza una representación social de los jóvenes asociados al delito y como principal causa de la inseguridad, lo que es falso y sin fundamentos.
Cada vez que quienes luchan contra la violencia policial logran ser escuchados, el Estado en boca de cada funcionario contesta horrorizado que se está haciendo política. La ministra Bullrich incluso sostuvo que estamos frente a un “aparato ideológico” promovido por los organismos de derechos humanos donde siempre se señala al mismo culpable (las fuerzas de seguridad). Es una insinuación de una construcción política como si fuera algo despreciable, justo es contestar que en efecto, lo politizamos, lo vamos a politizar, porque consideramos a la defensa de la vida en el lugar primordial que siempre tuvo para nuestro orden político; el gobierno en cambio parece considerar a la seguridad una cuestión técnica de administración de violencia, un terreno aséptico habitado por especialistas. Pero la seguridad es una cuestión integral y es sobre todo una política que debe ser construida colectivamente.
Más allá de la evidente responsabilidad penal de los autores de esta masacre es necesario reflexionar sobre lo que falta en la institución policial; falencias que van desde la necesidad de órganos de control externos independientes e imparciales que supervisen investigaciones disciplinarias, la necesidad de informes oficiales sobre la letalidad de la fuerza que permitan sugerir políticas para disminuirla, así como el establecimiento de reglas sobre el uso de armas de fuego que contemplen los principios de proporcionalidad y racionalidad receptados en los estándares internacionales. Es imprescindible la claridad del umbral de peligrosidad que necesariamente implica esa práctica policial.
Quienes luchamos desde la sociedad civil por una política de seguridad democrática, sostenemos la necesidad de un mensaje político fuerte que condene estos delitos y pare de abonar el terreno de la demagogia punitiva. Es por eso que repudiamos a Patricia Bullrich, sostenemos que cuando la policía ejecuta civiles extrajudicialmente es el Estado quien asesina y exigimos Justicia para cada caso de violencia policial.