Por Eduardo Camin*. Este subjetivo título es para ilustrar una realidad que resume el objetivo de las negociaciones de la Mercosur-UE: a pocas semanas de que la Comisión Europea en funciones acabe su mandato, Bruselas ha conseguido, gracias al acuerdo comercial con los países del Mercosur, que las firmas del viejo continente puedan ahorrarse hasta 4.000 millones de euros al año.
Esta cifra es significativa ya que es tres veces superior a los ahorros que se obtienen, por ejemplo, con el tratado de libre comercio con Japón, que entró en vigor este año. Y casi cuatro veces el beneficio económico que se logró mediante el polémico acuerdo comercial con Canadá, conocido como CETA.
Estas cifras dan a entender la magnitud de lo acordado entre estos dos bloques regionales (que bien no se sabe qué es), justo mientras el multilateralismo parece en crisis con el rebrote de las políticas proteccionistas a raíz de la estrategia comercial de Washington.
Pero como suele ocurrir en este tipo de negociaciones, hay ganadores y perdedores, aunque algunos piensen que, en el balance conjunto, las ventajas acaban siendo superiores a las pérdidas. Queriendo resumir de forma muy esquemática, desde el punto de vista de la UE, la industria europea y el campo del Mercosur sacan los mayores beneficios mientras que los agricultores europeos y los sectores más protegidos de América Latina salen más perjudicados.
Por ejemplo, la industria automovilística europea, que sufría unos aranceles muy elevados (35%), tendrá la vía despejada para exportar sus vehículos a Sudamérica. Una inquietud diferente se respira en cambio en el sector agrícola y ganadero europeo, ya que las mayores exportaciones de Mercosur a la UE en el 2018 fueron precisamente manufacturas agrícolas.
Por ejemplo, según el acuerdo, Europa acepta una cuota de 90.000 toneladas de vacuno procedente del Mercosur sin aranceles en cinco años. Un triunfo, ya que el Mercosur demandaba no menos de cien mil toneladas.
El sector del campo francés, que es muy beligerante, es el más molesto y considera que el anuncio del acuerdo fue un “día funesto”. “El acuerdo Mercosur-UE es inaceptable y expondrá a los agricultores europeos a una competencia desleal y a los consumidores a un engaño total”, dijo Christiane Lambert, del sindicato agrícola francés FNSEA.
En el marco de la cumbre del G-20 en Japón ,el presidente galo Emmanuel Macron consideró que se trataba de un “buen” acuerdo, pero prometió que Francia se mantendría “vigilante” a su evolución.
En Alemania, Joachim Rukwied, máximo representante de Deutscher Bauernverband, el principal sindicato agrícola, habló de un “acuerdo totalmente desequilibrado”, que pondrá en peligro “muchas granjas familiares”. Al admitir que el texto genera “algunos desafíos para los agricultores europeos”, el comisario de Agricultura Europeo, el irlandés Phil Hogan, prometió “ayuda financiera” de hasta mil millones de euros “en caso de perturbación del mercado”.
Más matizada fue la reacción de las organizaciones españolas, que pidieron cautela. El sector agrario español, representado por las organizaciones Asaja, Coag, UPA y Cooperativas Agroalimentarias de España expresó su “preocupación”, ante “la firma de un acuerdo desequilibrado que no tenga en cuenta ciertas producciones agrarias, especialmente algunas mediterráneas”.
De todas formas, antes de que los respectivos parlamentos de las naciones involucradas ratifiquen el tratado, pueden pasar hasta dos años, y esto, salvo sorpresas advirtieron algunos analistas.
¿Acuerdo o simplemente libre comercio?
Habitualmente concebido y descripto como un proceso de integración internacional, empujado por la confluencia de ciertos adelantos tecnológicos como la informática, las telecomunicaciones , el transporte, revestidas con las engañosas luces del encanto de las tecnologías y presentada como la forma contemporánea del progreso, una promesa de abundancia y bienestar para sus poblaciones, los TLC terminan siendo calificados de «algo inevitable si queremos estar en el mundo», como una ley ineludible de la naturaleza.
Esta concepción tiene indudablemente un fuerte contenido ideológico y, como tal, encubre una realidad bien diferente. Estas orientaciones contienen en su diseño actual la «ética del lucro» un proyecto diametralmente opuesto, inspirado en el, de la » ética de justicia»
Es fácil concluir que asistimos en verdad a la puesta en práctica de una modalidad de tratados elegida, programada e impulsada por los poderes económicos y políticos más potentes de la historia cuyo objetivo es el control de la economía mundial en su amplia expresión y se inspira en la lógica de la acumulación incesante e interminable de capital y ánimo de lucro.
Entramos por la ventana de la guerra comercial, donde los países ricos tienen intereses opuestos en cuanto se disputan la hegemonía mundial, en particular en el terreno económico: la producción y comercialización de bienes y servicios, su distribución, el control de la explotación de los recursos básicos del planeta – la tierra, los bosques, el agua, el petróleo, los alimentos y las materias primas pasando por la información genética atesorada en la biodiversidad – así como el manejo y utilización del capital financiero a nivel universal.
Una rápida mirada sobre el mundo capitalista (en crisis) revela la existencia de dos grandes centros de poder económico-financiero, la Unión Europea y Estados Unidos, y un tercero hoy en discordia, China liderando el conjunto de países asiáticos de desarrollo reciente.
¿Y ahora qué?
Estamos ante una variante actualizada de la lógica colonialista de trocar oro y riquezas por espejitos y cuentas de colores. La diferencia es que ahora se busca legalizar esa vieja técnica mediante instrumentos jurídicos vinculantes y obligatorios, los tratados internacionales de “última generación”
Tenemos un tratado que forma parte del despliegue estratégico de los países desarrollados y en especial de las grandes corporaciones trasnacionales para continuar acumulando ganancias y extrayendo recursos de las economías en crisis de los países del sur.
A veces en el debate, en el ardor de la controversia intelectual y política, se deja de lado la correlación real existente de las fuerzas. El neoliberalismo es dominante mental y culturalmente en gran parte del planeta. En grandes sectores de la sociedad se ha perdido una visión de futuro. Dicho de otra manera, el futuro queda subsumido al mercado, al consumo y la rentabilidad de menos del 1% de la población mundial.
El comercio, entonces, es y se pretende libre para los ricos, para las transnacionales, para los inversores. No es libre para los pobres. Una gigantesca nube de pigmeos desorganizados no puede competir razonablemente con un escuadrón de gigantes entrenados y provistos de la mejor tecnología e inagotables recursos, aunque buena parte de estos recursos hayan sido capturados a los propios pigmeos.
La riqueza de pocos genera la pobreza de la mayoría y se alimenta de ella. ¿A quiénes van a explotar los pobres cuando les llegue el turno de compartir la mesa de la abundancia? ¿O se está proponiendo una carrera insensata para alcanzar los últimos lugares en esta mesa para tener acceso a las migajas del banquete a costa de reforzar la miseria de los perdedores?
Aceptar esta oferta inmoral implica incorporarse a esa carrera absurda y negarse a la solidaridad con los iguales, países y pueblos hundidos en el subdesarrollo. Por eso alarma la ineficaz oposición a este pensamiento hegemónico de la mundialización. Los análisis que de su deambular se hacen y las propuestas económicas que su merodear genera, no es más que un resumen de situación y un elaborado mapa de las posiciones a modo de conclusiones de las políticas dominantes.
Si un día despertamos de este letargo, con un mínimo de realismo, por solidaridad o por egoísmo, la promesa del desarrollo en los términos en que está concebida, solo puede merecer el rechazo a la barbarie de un sistema tan deshumanizador como el capitalismo.
* Eduardo Camin, analista uruguayo, acreditado en la ONU-Ginebra, asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE)