Ricardo Vilca: El hombre que escuchaba a las piedras

Al cumplirse 10 años de la muerte de Ricardo Vilca, reproducimos aquí la nota publicada en 2007 en la revista El Monitor, pocos días después de su partida.

Por Gabriela Tijman, en El Monitor. El pasado 19 de junio, en una clínica de San Salvador de Jujuy, murió Ricardo Vilca. Lo habían internado dos semanas antes a causa de una neumonía, complicada por un cuadro hepático. Tenía 53 años y guardaba aún cantidades de sonidos por descubrir y regalar. La entrevista que sigue fue realizada en los primeros meses de este año. Es la síntesis de varias conversaciones ocurridas antes, en medio o después de actuaciones de Vilca en diversos lugares de la Quebrada. Porque a Ricardo le gustaba conversar, evocar sus tiempos de maestro rural, explicar cómo y de dónde salían sus melodías.

Últimamente estaba algo preocupado porque le costaba componer. El trabajo como maestro y las actuaciones lo mantenían entre San Salvador, Tilcara y Humahuaca. Y andaba sintiendo la necesidad de salir, ir «para arriba», a la Puna, a los pequeños pueblos, donde las comunidades, el paisaje y la quietud le daban el material imprescindible para parir música.

La última vez que lo vimos tocando en Tilcara estaba resfriado. Los fríos de mayo le habían pegado duro, y entre tema y tema pedía disculpas por tener que sonarse la nariz. Pero allí estaba, como siempre, gozando de la posibilidad de compartir su música con la gente.

«A Ricardo lo querían todos», se escuchó por estos días una y otra vez. «Era un grande de verdad», agregaron algunos.»Es injusto que se haya ido», coincidieron todos. Injusto para él, que aún tenía tanto para dar. Injusto para nosotros, que esperábamos encontrarlo cada tanto para dejarnos llevar de su mano por los caminos de la música, o quizás simplemente de la conversación.

En las grandes ciudades, en muchos rincones de la Argentina, mucha gente aún no había llegado a conocer a Ricardo Vilca. Que todos sepan que acabamos de despedir a uno de los músicos argentinos más importantes de los últimos tiempos. Allí están sus melodías y sus discos, que dan testimonio. Pero sobre todo está su presencia en el recuerdo de los que tuvieron -tuvimos- el privilegio de conocerlo. Y está él, a su modo, transformado definitivamente en duende, sobrevolando la Quebrada de Humahuaca y la Puna jujeña, entre vicuñas y piedras, acompañando a los changuitos que hacen sonar las cañas en las esquinas. Habrá que prestarle atención al viento.

Apenas había cumplido diez años y el humahuaqueño Ricardo Vilca andaba pidiendo música. Un acordeón, quería. El abuelo, el ferroviario, le prometió que le regalaría uno, a pesar de que no le alcanzaba la plata. Un comerciante amigo le recomendó una guitarra. «Si suena igual», trató de convencerlo. Pero el abuelo estaba decidido a cumplir con su promesa. Eran los primeros años de la década del sesenta.

-Después, le avisaron a mi abuelo que un señor de Bolivia tenía un acordeoncito, chiquitito. En realidad era una concertina, que sonaba más o menos parecido. Había también una guitarra hermosa, nuevita, y el señor me dio a elegir. Yo quería el acordeón. «Pero la guitarra está adornada, está curada, y el que la toca se va a hacer famoso», me dijo el señor. Era el destino, porque además del acordeón yo también quería ser famoso.

-Un sueño que se realizó.

-Sí. Yo elegí este camino. Se sufre, se aguanta mucho, pero con paciencia y con caídas se logra mucho también.

Los martes toca acá, los jueves allá, los miércoles suele pasar con su guitarra al hombro, camino de la escuela donde lo esperan sus alumnas y sus alumnos. Puede ser Tilcara, Humahuaca o San Salvador de Jujuy. A veces uno se lo cruza en un camino de «más arriba», rumbo a alguna escuelita de los cerros. O en El Caminante, su casa-peña de Humahuaca. Alguna vez estuvo frente a la posibilidad de instalarse en la gran ciudad, actuar en salas importantes, entrar en contacto con músicos consagrados y hasta aparecer en televisión. Pero eligió volver; o quedarse, simplemente. «Me dijeron de ir, pero yo no.», dice Ricardo Vilca sin terminar la frase -porque no es necesario-, bajando aún más la voz -si esto fuera posible-, como pidiendo disculpas por no haberse ido a vivir a Buenos Aires.

Fue maestro rural. De esas jornadas en parajes aislados de la Quebrada y de la Puna guarda recuerdos que le iluminan la mirada. Vilca los pone sobre la mesa sin orden ni precisiones de tiempo ni de lugar. Porque no hace falta.

-Una vez había que hacer el censo. A los docentes nos pagaban cincuenta pesos, ¿ha visto? Yo tenía cuatro casitas para censar. Llegaba y decía «Yo vengo a censar». La gente me regalaba lo que sembraba, papa oca, habas, todo, y yo me llevaba las cosas colgadas en cintas, de los hombros y del pantalón. Las cuatro casas me llevaron más de un día. Yo tenía que buscar un responsable de cada casa para que respondiera el censo, pero por ahí me contestaban «Mi tío se fue a buscar las cabras y las ovejas». Me acuerdo de que había una niña, de 13 años, y la tuve que poner de tutor, porque así se decía, era el tutor de esa casa. Me contaba que hacía la comida, que hacía todo en la casa. Tengo recuerdos lindos de la docencia. De cosas que a veces no se ven cuando uno está tranquilo en casa.

Su primera y más importante experiencia como maestro rural fue en Cangrejillos, en plena Puna jujeña.

-Yo no era titular. Trabajaba en Coctaca, Rodero y Ronque (pueblos cercanos a Humahuaca) desde el 87, más o menos, como maestro de música. Enseñaba en tres escuelas. Viene una ley, me hacen titular y me dan lugar en Cangrejillos. La primera sorpresa fue porque yo pensaba que quedaba muy lejos de mi casa, de Humahuaca. Estaba a unas tres horas por la ruta, y de ahí tenía que irme a pie o agarrarme una movilidad.

-¿Iba en colectivo?

-En ese tiempo estaba el tren, y yo me llevaba una moto. El primer día llegué, a eso del mediodía, y me fui a buscar el lugar. Yo esperaba que fuera más lejos, pero estaba más o menos a media hora de la ruta. Incluso me pasé de largo y me tuve que volver. Ahí trabajé como cuatro años.

-¿Cómo fue ese primer día?

-Fue un día lunes. Los chicos eran como 250 más o menos, porque era una escuela albergue, de jornada completa. Entre los cuatro maestros nos turnábamos para atender el comedor. La primera clase fue una experiencia muy linda. Yo siempre cuento del chico que tejía. Yo no aceptaba, porque cómo puede tejer un niño, esas eran cosas para las niñas. Pero al final me di cuenta de que son otras formas de vida, y al chico el padre lo deja todo el año ahí, y entonces aprende de todo, por las necesidades que tiene. Yo también aprendí a tejer en esa escuela, porque el tiempo sobra allí.

-¿Había instrumentos musicales?

-No había. Yo llevaba siempre una guitarra, pero al mismo tiempo, por estar cerca de la frontera con Bolivia, se podían conseguir las zampoñas y los sikus. Enseñaba con eso, o con las botellas.

-¿Con botellas con agua?

-Sí, con botellas con agua. Era lo más accesible. Por suerte en ese tiempo todavía no había llegado el plástico.

-¿Y qué música les enseñaba?

-Canciones que ellos conocían. Ojos azules, Naranjitay, los carnavalitos. Y el Himno Nacional Argentino, para hacerlos sentirse más patriotas, más del lugar. Porque Bolivia siente mucho su himno, y al estar en la frontera es importante que los chicos sientan el suyo, digamos.

En sus actuaciones, Vilca evoca aquellos tiempos y comparte sus recuerdos con el público. Como en un juego, ofrece temas del primer rock, como Jugo de tomate frío («esta es la música de mi juventud», aclara risueño en tono de disculpa) o, precisamente, el Himno.

-Esta es una región donde la música tiene una presencia permanente en la vida cotidiana, de un modo muy natural. Hay quienes dicen que esto se está perdiendo. ¿Qué opina?

-Cosa que he visto muy notoria es lo de las coplas en el norte (de la provincia). Por más cumbia que haya, en un cumpleaños, por ejemplo, siempre hay una pieza aparte donde chicos y grandes cantan coplas. Es así. A veces me da bronca, pucha, porque en Humahuaca no es lo mismo; ahí terminan bailando la cumbia o el baile de moda, pero coplas no.

-¿Y qué piensa del gusto de los chicos y adolescentes por la cumbia?

-Bueno, a mí me pasó algo parecido. Es por la difusión de las radios, de la tele, y por ahí los padres van perdiendo sus costumbres, y eso hace que el chico adopte todo eso. Es que se te borran todas tus cosas.

-¿La enseñanza de la música es una manera de contrarrestar eso?

-Claro, lo que pasa es que en muchas escuelas no hay maestro de música.

-¿Por qué?

-Porque no hay cargos; prefieren trabajar más bien la parte física, que también sirve, desde luego, pero la música es fundamental para revalorizar sobre todo lo que es la identidad. Si el chico escucha radio, nomás, y no ve el instrumento en vivo, se interesa nada más que por lo que escucha, porque no sabe. Un instrumento como un charango, por ejemplo, que es chico, se puede llevar a todos lados. Los niños se sorprenden cuando lo ven. A veces tienen un oído que te admira, y nada más han despertado a un instrumento que no habían visto nunca antes.

-¿Qué música usa para enseñar?

-Siempre aprovecho lo que el niño tiene a su alrededor, en eso me apoyo. Hay muchas formas para enseñar. La cuestión es que pueda reconocer los ritmos, los tonos, los acordes, una escala mayor, menor.

-¿Y la música clásica?

-El Cumpleaños feliz es una música clásica; el Arroz con leche, también. Por ahí cambio las letras, pero les hago seguir el sentido del ritmo, que es fundamental para que el chico pueda decir que el Arroz con leche no tiene un ritmo de carnavalito, por ejemplo.

Empezó a tocar de oído y llegó a dominar la guitarra, que se convirtió en su instrumento. Imitaba a otros músicos, recorría géneros y se alejaba de los carnavalitos. Pero no se había puesto a estudiar. A los 25 años, con más de una década de sacar música en su guitarra, tenía un conjunto que se llamaba Sonido Libre. Tocaban en fiestas y el repertorio incluía folclore, chamamé, tango y bailanta. Entretanto, el rocanrol iba también sembrando lo suyo. Tanto, que Vilca suele advertir a su público que su tema Quebrada de sol y de luna tiene «algo de Deep Purple».

Vilca recuerda un viaje a Córdoba y se ríe al confesar que en ese tiempo creía que tenía «el futuro hecho».

-Ya había compuesto Guanuqueando y estaba seguro de que iba a triunfar. Pero ahí conocí a otros músicos que me hicieron ver lo muy equivocado que estaba. Claro, uno se cree superpoderoso y al final vuelve con la guitarra al hombro. Entonces dije qué puedo hacer. Hasta llegué a pensar en otra cosa que no fuera la música, mirá vos. Al volver, me encontré con una profesora que me enseñó a leer música. Ella me conocía muy bien, había sido mi maestra en primer grado y profesora de secundaria, y me dijo: «Lo que vos más querés es estudiar música». Y ahí empecé a valorar las obras sencillas de piano, de Bach, Beethoven.

Esa profesora se llamaba Leonilda Mondino. Y ese es hoy el nombre que lleva el salón de la Escuela Normal de Humahuaca en su honor. Fue la mujer que advirtió los sonidos que dormían dentro de Ricardo Vilca y lo dejó crear, poner sus adornos a las composiciones de los grandes músicos, jugar con las partituras y probar. «Me abrió la cabeza», sintetiza Vilca. Como no tenía piano, le pidió prestado al cura el armonio de la iglesia de Humahuaca, para practicar. Ahí empezaron a aparecer los sueños.

-Cuando llegué a Cangrejillos empecé a soñar. Yo soñaba música clásica, te digo, ¿eh?, pero no había compuesto nada. Entonces mientras caminaba para llegar a Cangrejillos, después de la ruta, me imaginaba que era un director de orquesta, ¿ha visto?; me sonaban violines, chelos, y veía el paisaje, las llamas, la gente del lugar. A mí me parece tan fantástico que después de soñar con eso se ha ido creando la música. Hace como cuatro años, cuando llegué al Teatro Colón con chicos de toda la provincia haciendo Misachico en Cangrejillos, no lo podía creer. ¡Estaban tocando lo que yo había soñado! Me acordé de cuando caminaba y soñaba violines.

Pero no fue solo la señorita Mondino. Por entonces ya empezaba a armarse una movida musical norteña de la que participaban Gustavo Patiño, los Kjarkas y algunos otros artistas. Vilca quería armar un conjunto de folclore pero la experiencia de Córdoba -«una lección de vida», como la llama- terminó de decidirlo a ponerse a estudiar. Como les pasa a sus propios alumnos, el joven Vilca necesitaba que le mostraran la música.

-Yo veía a la profesora ahí, al lado mío, tocando las piezas de Bach, y pensaba: yo quiero tocar así. Entonces empecé a comprarme partituras. Y jamás me hubiese imaginado que un solfeo, eso que te dan en séptimo grado, tenía sonido.

Quienes tienen la fortuna de cruzarse con él en la vida cotidiana y compartir una que otra sobremesa, saben que Ricardo Vilca encuentra sonidos y música en cualquier parte. Incluso en las piedras. Y se divierte golpeando dos trozos de rocas de colores y sorprendiendo a los amigos al encontrar, por ejemplo, un sol mayor.

-Me acuerdo de una experiencia muy linda, de saltar al cielo, digamos. Por mi casa pasaban todos los días una propaganda en un parlante, que era de don Arsenio Zuleta. Sonaban Ojos azules y Naranjitay. Yo la esperaba con la guitarra y trataba de coincidir la nota con el parlante, y si no lo conseguía tenía que esperar hasta el otro día. Doce menos cuarto pasaba, más o menos. Y después de una semana, coincidía con el acorde y pegaba el grito: ¡Lo he descubierto! Así es que se desarrolla más el oído y empezás a investigar. También las campanas de la iglesia de Humahuaca, con las que se pueden hacer melodías. Y las piedras. Porque al no tener otro recurso había que buscar una referencia, y fueron las piedras. Entonces descubrí que las piedras también tienen sonido, ¿no?

-¿Todo tiene música?

-Todo tiene música. Todo. Hasta el silencio.

Tributos de Gieco, Mollo y Spasiuk

Si a alguien se le ocurriera compararlo con Piazzolla, no estaría cometiendo ningún pecado. Porque, según el mismo Vilca cuenta, el maestro Piazzolla le hizo ver que era posible cambiar, experimentar y renovar la música primera con las valiosas herramientas del género clásico. Y así, los sonidos andinos tradicionales se enriquecieron y mutaron de la mano de Vilca como el tango de los suburbios se tiñó de otros colores gracias a la audacia y el talento de Piazzolla.

En el año 2000 compartió con Divididos el escenario montado en el Pucará de Tilcara. Tras aquel encuentro, Guanuqueando se convirtió, definitivamente, en un clásico del repertorio de la banda de Ricardo Mollo. León Gieco, por su parte, le puso letra a su tema Plegaria de sikus y campanas, lo rebautizó Rey Mago de las nubes y lo incluyó en su álbum Orozco.

-¿Cuánto hay de Ricardo Vilca en esas versiones? (Piensa la respuesta, como si repasara mentalmente esos sonidos uno a uno).

-La verdad es que a mí me reconforta mucho, por la gente que escucha, porque ahora veo que la juventud puede sentir el folclore a través de los Divididos. Hay mucha gente que escucha rock y dice «Quiero conocer a Vilca», y eso es una satisfacción muy grande. Hace poquito, con el Chango Spasiuk tocamos Guanuqueando, así medio con su identidad, y lo hicimos en las dos formas.

-¿Y le gustó?

-Uh, fue genial. Creo que lo vamos a hacer juntos pronto.

Discografía

El grupo se llama Ricardo Vilca y sus amigos, y está integrado por José Toconás en charango, Raúl Tolaba en bajo y José González en vientos. El primer CD fue La magia de mi raza (1992), al que le siguieron Nuevo día (1998) y Majada de sueños (2003). El año pasado Vilca relanzó Sueños de mi tierra, una selección de viejos temas que solo habían sido publicados en casete en 1989.

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